Caminador del horizonte. Forastero del viento. Amigo de árboles y ríos. Domador de cerrazones. Peregrino del silencio. De changuito, las raíces de su alma se aquerenciaron en este paisaje. Lo llevó por el mundo. En el cuenco de su guitarra. En el vuelo de su canto. En el perfume de la copla. Aunque en la pampa había visto la luz, los cerros tucumanos le trampearon los duendes del espíritu. Las charrascas de Burruyacu, los chingolos de Tafí Viejo, las piedras del Cochuna, el cielo de Alpachiri… los campos de Acheral… el corral de pirca de Raco… los quesos tafinistos… las chirleras de Amaicha… saludaron al viajero del tiempo, que anduvo circunstancialmente por la infancia, las mocedades… Entre fines de los 30 y comienzos de los 50, esta tierra fue el andén de las bienvenidas, los “hasta luego”, de los “ya vuelvo”. Hasta que partió a otros horizontes, pero quedó atado a las sorpresas del camino, al abrazo de los afectos.
Muchos lazos lo unían profundamente a Tucumán:
A los grillos que le peinaban los pensamientos, los convirtió en zamba. En julio de 1990, me contó:
- Nació aquí en Tucumán, cerca de la Yerba Buena. Por donde vivía “Tutankamón” Martínez, por ahí… Él tenía un hijo ingeniero y otro médico; era buena gente, andaba por los 82 años... Pasando la Floresta, íbamos a comer un guiso, que hacían en el restorán del Aconquija de abajo, que era del gringo Schiller, un austríaco. Hacía unos guisos riquísimos, mitad mondongo, mitad cerdo, y le agregaba unos ñoquis. Y un día me invita Páez de la Torre. Entonces me dijo: ‘¿Qué le parece si llevamos el pianito?’ Él tenía un armonio chiquito y le cabía justo en el cajón del coche. Yo llevé la guitarra... Y en eso se le pinchó una goma y él empezó trabajar. Como vi que tenía como media hora, agarré la guitarra y me fui a unos 20 metros de ahí, hasta una especie de alcantarilla y ahí estuve. Yo no sabía nada de arreglar coches. Ya la tenía comenzada a la Zamba del Grillo, musicalmente no estaba terminada, pero andaba el airecito por ahí, un tono mayor, un Re... Había un grillo en la alcantarilla. Me preguntó: ‘¿cómo se llama esa zambita?’ ‘No tiene nombre. Todavía no es zambita, es una idea… pa’ no olvidarnos de ella, vamos a llamarla como este bicho que está allí: Zamba del Grillo’, le dije. Dos meses después, le hice la letra. Y la primera que la cantó en Buenos Aires fue Martha de los Ríos, que era muy amiga mía, su marido era guitarrista de Libertad Lamarque, Nicolás Ferrari, el padre de Waldo... Las dos primeras canciones de mi vida fueron Camino del Indio y Nostalgias Tucumanas; yo tenía 18 años…
- Tuvo un rancho en Raco, donde cobijaba sus soledades.
- Su amor con la pianista Lía Valdez floreció en una hija, Quena.
- En las alforjas de su sangre, llevaba anudados a sus amigos: Federico Nieva, Emilio “Amin” Rezlan, Gentilini, Grillo, Hugo Lobo... Y desde lejanos rincones, quizás para sentirse más cerca del pago, desgranaba sus observaciones y afectos en sus cartas.
- Le agradeció a Tucumán con canciones y coplas. Y le regaló un himno: “Yo no le canto a la luna porque alumbra y nada más; le canto porque ella sabe de mi largo caminar…”
Pero este amor no fue recíproco. No se leen sus libros, menos se los estudia y enseña, poco o casi nada se lo escucha. Un modesto pasaje en nuestra capital, un monumento deteriorado en Raco, lo evocan… muy poco para este juglar de las cosas olvidadas que llevaba a Tucumán hecho cuerda en los dedos del corazón.